Era el Día de los Muertos en el pequeño pueblo de San Pedro. Las calles estaban llenas de flores de cempasúchil y papel picado de colores. Las familias preparaban altares para recordar a sus seres queridos, y las calaveras de azúcar decoraban cada esquina.
Tomás, un niño de ocho años, siempre esperaba con emoción este día. Su abuela le contaba historias sobre el significado de las calaveras de azúcar. “Representan a nuestros antepasados,” le decía. “Son dulces porque nos recuerdan que la muerte no es triste, sino parte de la vida.”
Esa mañana, Tomás ayudó a su familia a colocar las ofrendas en el altar. Había fotos de sus abuelos, velas encendidas, y, por supuesto, muchas calaveras de azúcar. Pero algo extraño ocurrió. Una de las calaveras parecía moverse cuando nadie miraba. Al principio, Tomás pensó que estaba imaginando cosas, pero cuando se acercó, la calavera le guiñó un ojo.
Asustado, Tomás dio un paso atrás. ¿Una calavera viva? No era posible. Miró a su alrededor, pero nadie más había visto nada. Decidió no decir nada a su familia. Sin embargo, la curiosidad lo dominó. Esa noche, después del festival, cuando todos dormían, Tomás volvió al altar.
Las velas aún brillaban, y las flores parecían más brillantes bajo la luz de la luna. Lentamente, Tomás se acercó a la calavera. De repente, la pequeña figura comenzó a hablar.
—Hola, pequeño. No temas —dijo la calavera con una voz suave—. Soy Lupita. Vengo del pasado para contar una historia.
Tomás no podía creer lo que veía. ¿Una calavera hablante? ¡Qué locura!
—¿Por qué hablas? —preguntó Tomás, todavía sorprendido.
—Porque hoy es el Día de los Muertos —respondió Lupita—. Es el único día del año en que las calaveras de azúcar pueden contar las historias de los que ya no están.
Tomás se sentó, intrigado. Lupita le contó una vieja historia de amor entre dos jóvenes de San Pedro que vivieron hace muchos años. Se amaban profundamente, pero el destino los separó. Cada año, en el Día de los Muertos, sus espíritus se reunían gracias a las ofrendas y las calaveras de azúcar.
—Los recuerdos son lo que nos une —dijo Lupita al final de la historia—. Mientras recordemos a nuestros seres queridos, ellos siempre estarán con nosotros.
Tomás sonrió. Comprendió que el Día de los Muertos no solo era una fiesta, sino una forma de mantener viva la memoria. Desde ese día, Tomás ayudaba con más ganas a su familia a preparar el altar, y cada vez que veía una calavera de azúcar, pensaba en Lupita y en las historias del pasado.
El Día de los Muertos nunca volvió a ser igual para él. Ahora entendía que, aunque las calaveras parecían simples decoraciones, en realidad eran símbolos de amor y recuerdos eternos.